La pasividad de las clases populares
Las recientes protestas en Venezuela permiten inferir que el país sigue dividido en dos grupos políticos de similar tamaño, con las clases medias firmemente opuestas al gobierno y los sectores populares divididos entre un grupo relativamente minoritario también opuesto al gobierno y un grupo mayoritario en una actitud de relativa indiferencia ante el conflicto. Si bien es significativo, y desde el punto de la oposición, positivo, que los sectores de menores recursos no estén apoyando activamente al gobierno, resulta preocupante que los graves problemas que atraviesa el país no hayan logrado aún concitar su apoyo masivo a la causa opositora. Al igual que el resto del país, los sectores populares se encuentran descontentos por la falta de oportunidades, la escasez, la inflación y la inseguridad; consideran que el gobierno es ineficaz, pero aún así no se suman a la causa opositora. Desde luego, hay opositores en los barrios y muchos de ellos han participado en las muchas protestas que han ocurrido, pero las zonas populares no se han sumado de manera masiva a la protesta.
La pasividad de las clases populares descontentas constituye para la oposición el principal problema a resolver. Sin un amplio apoyo popular, sin una auténtica alianza policlasista, no se podrá obligar al gobierno a cambiar su actual ejecutoria. Mucho menos se podrá reemplazar al gobierno, y si por alguna casualidad esto llegase a pasar, no podría consolidarse una democracia plural que enterrara definitivamente el sectarismo de estos últimos quince años. Todo esto ha sido claramente explicado por varios líderes y analistas opositores. No obstante, no parece haber claridad sobre el camino que debe seguirse para sumar el apoyo de los sectores populares, principalmente porque no hay claridad sobre las causas que inhiben la participación popular en la causa opositora. Las diferencias en la manera de concebir la estrategia política en el fondo reflejan diferencias en el diagnóstico de la situación. Se ha dicho que la amenaza de acciones violentas por partes de los colectivos impide la masificación de la protesta en los barrios; quienes sostienen que esta es la única causa de la pasividad de los barrios concluyen que no es necesario articular nada más, que ya el movimiento es mayoritario y lo único que hay que hacer es despertar a un pueblo ya sumado a la causa. Quienes así opinan cometen un error que puede resultar muy costoso. La amenaza de coacción por parte de los colectivos es sin duda real, pero los sectores populares muestran pasividad incluso en situaciones en las que dicha coacción no está presente: Los estudios de opinión reflejan la misma división de la población en dos toletes de tamaño relativamente similar, y confirman la paradoja de la coexistencia de insatisfacción popular e indiferencia hacia la actividad de la oposición. Definitivamente, algo más aparte de la amenaza de coacción hace falta para explicar por qué una población genuinamente descontenta no se opone activamente al gobierno.
Venciendo la desconfianza
La pasividad de los sectores populares refleja, principalmente, desconfianza hacia la dirigencia política opositora. Sobre las causas de esta desconfianza hay las más variadas hipótesis. Observadores cercanos al gobierno indican que nunca el pueblo confiará en quienes dirigieron ‘la cuarta repúbica’, mientras que analistas comprometidos con la estrategia de la MUD señalan que la oposición radical asusta a los sectores populares hasta hace poco entusiastas del chavismo y ahora descontentos; que bastaría que esos radicales dejasen de hacer ruido para construir una amplia mayoría política. Unos y otros se equivocan. El error de los primeros resulta evidente al apreciar que entre el 7 de Octubre y el 14 de Abril Henrique Capriles logró aumentar su votación en unos 800,000 votos a expensas del chavismo. El de los segundos queda expuesto al observar que entre el 14 de Abril y el 8 de Diciembre del 2013 la oposición no logró sumar nuevos votos a sus filas, a pesar de que su mensaje estuvo caracterizado por los mismos llamados a la inclusión y conciliación que se siguieron hasta el 14 de Abril. Claramente, la estrategia que hasta el momento han seguido la MUD y Capriles, meritoria como es, parece haber llegado a su techo y luce incompleta.
Sostengo que la pasividad actual de las clases populares tiene sus raíces en una profunda desconfianza con los políticos en general (de oposición o de gobierno), una desconfianza que es anterior a 1998, que causó el derrumbe de la República Civil, y que Chávez sólo logró vencer a través de su carisma personal y a través de la promesa de la democracia participativa. Sostengo también que Chávez no cumplió esa promesa, y que si logró mantenerse en el poder fue porque por un lado disponía de grandes recursos financieros, y por otro tenía con los sectores populares lo que los politólogos llaman un ‘enlace carismático’. Los pobres creían en Chávez porque pensaban que él velaba por ellos, sentía por ellos, que era uno de ellos. Como Boves en el siglo XIX, creó en sus seguidores una ciega lealtad ofreciéndoles no sólo recompensas materiales – el botín de guerra en el caso del primero, las misiones en el caso del segundo – sino también simbólicas: Por un lado, la venganza, por otro, la dignidad de saberse parte de un movimiento poderoso liderado por un jefe que los respetaba, que comía con ellos, vivía entre ellos, y que se dirigía a ellos como iguales. Una vez muerto el caudillo ningún político inspira ese tipo de lealtad. Mientras tanto, el virus de la antipolítica, que allanó el camino para Chávez, sigue vivo en el cuerpo social. La antipolítica, que no es otra cosa que el resentimiento hacia los políticos, creó al chavismo y hoy, luego de tanto error y abuso, es ese resentimiento el que lo mantiene en el poder. Es el resentimiento, y la desconfianza que este implica, el que impide que grandes grupos de los pobres se sumen activamente a la oposición a pesar de estar descontentos con el actual gobierno.
Para vencer a la antipolítica no es suficiente demostrarle a los barrios que los dirigentes se preocupan por ellos, ni siquiera es suficiente que los barrios se sientan ‘representados’ por los principales líderes de la oposición: Es necesario que los habitantes de los barrios se sientan parte integral del movimiento, con voz y voto en las principales decisiones de la oposición y con canales efectivos de comunicación con su dirigencia. En resumen, es esencial que la oposición cumpla la promesa de participación popular que Chávez formuló y no cumplió. Para que esto ocurra, los líderes de la densa red de organizaciones que hacen vida en los barrios deben incorporarse a una estructura de toma de decisiones, aún inexistente, que debe diseñarse para procesar y armonizar los puntos de vista tanto de los líderes de los barrios como del resto de las organizaciones de la sociedad. En suma, los líderes de las organizaciones de los barrios deben ser incorporados como iguales dentro de la dirigencia ampliada de la oposición. Esto debe lograrse mediante un esfuerzo visible y sostenido.
El trabajo a realizar tiene ciertos paralelos con el realizado por Acción Democrática en la fundación de la República Civil. El Pacto de Punto Fijo no fue tan sólo una alianza entre dos partidos, fue también, y de forma esencial, un convenio entre los partidos y las principales fuerzas sociales de la época: empresarios, trabajadores urbanos, campesinos. Desde luego, este convenio tenía pies de barro pues se apoyaba en un modelo económico que a la larga resultaría inviable, pero la idea de un amplio convenio social era acertada y sigue siendo pertinente. Una alianza policlasista permitió crear la democracia plural de la República Civil, y sólo una alianza policlasista permitirá crear una democracia plural en el futuro. No obstante estas similitudes, es necesario resaltar que la situación actual difiere de la de 1958 en varios aspectos de gran relevancia. En primer lugar, la sociedad venezolana actual es mucho más compleja que la de entonces, por lo que una incorporación efectiva de la sociedad al sistema político no puede garantizarse, como antaño, con un número limitado de interlocutores. En particular, la presencia sindical no puede garantizar la incorporación de los sectores populares en un país en el que gran parte de ese sector social vive en la economía informal. Por ello es necesario incorporar al liderazgo de las múltiples organizaciones sociales – se encuentren o no en los barrios. En segundo lugar, para asegurar transparencia, las discusiones deben ocurrir a la luz pública, no en trastiendas y cenáculos. Deben institucionalizarse las asambleas ciudadanas, y debe desarrollarse una metodología para asegurar que estas recojan efectivamente la participación popular y sean efectivas para informar las decisiones políticas. En tercer lugar, no disponemos ya del expediente de una renta petrolera virtualmente ilimitada, por lo que la discusión no se debe centrar sobre cómo repartir la dicha renta, sino sobre cómo crear las condiciones para que cada quien progrese con su propio esfuerzo. En cuarto lugar, la sociedad – y esto vale para todas las clases sociales – no aceptará el tutelaje de los partidos políticos. La amplia red de organizaciones que conocemos con el nombre de sociedad civil son celosas de su independencia y no permitirán ser mediatizadas por los partidos. Éstos deben recoger, interpretar y armonizar las demandas articuladas por estas organizaciones, no buscar imponer sobre ellas sus propias agendas.
Más allá del positivismo y del leninismo
Lograr una incorporación efectiva de todos los sectores del país, incluyendo a los populares, requiere deslastrarnos de prejuicios muy profundamente arraigados en la conciencia política venezolana. Requiere superar una mentalidad, paternalista en el mejor de los casos y elitista en el peor, que ve en el ciudadano común, y en particular en el de menores recursos, un receptor pasivo de soluciones más que un interlocutor válido y necesario en el proceso democrático. Esta mentalidad afecta por igual a todas las tendencias políticas del país. Esto no sorprende dado que los principales tributarios del pensamiento político nacional – el positivismo que inspiró los gobiernos de la hegemonía andina y el leninismo que hizo lo propio con Acción Democrática y por extensión, con el resto de los partidos venezolanos e incluso con el chavismo – son igualmente elitistas: ambos suponen la existencia de una élite iluminada, que en un caso se piensa que disciplinará al pueblo y lo educará para el capitalismo y el progreso, y en el otro se piensa que lo conducirá a la revolución. Requiere superar la idea de que “el pueblo” es incapaz de escuchar y procesar verdades “impopulares”, formular sus planteamientos en forma productiva y madura y llegar a acuerdos con los demás sectores del país. Requiere que veamos en los habitantes de los cerros a ciudadanos con las mismas ansias de superación que el resto de la sociedad, igualmente preocupados por las penurias económicas y el azote de la inseguridad, y con la misma capacidad de ser parte de la solución.